miércoles, 11 de julio de 2007

Sudor frío



Siempre le tuve miedo al miedo.
Sobre todo mientras tuve un monstruo debajo de mi cama.
El día se me pasaba como una ensoñación, ni mi cuerpo adormilado ni mi mente lograban mantener el ritmo de las vertiginosas actividades diurnas sin caer en frías lagunas hechas del mismo sudor que me bañaba por las noches.
Más de uno pensó que simplemente yo era idiota, y no me lo ocultaron; pero nadie podía conocer la verdad. Su asesinato era mi deber.

La primera vez que lo sentí me encontraba, tan acostumbrado ya, dispuesto a descansar (¡Cómo disfruto ahora que mi existencia consiste en eso!) cuando sin síntomas tangibles me inundó: una especie de movimiento me recorrió el cuerpo y montado en la corriente sanguínea que llega a mi cerebro explotó en rojo. Luego, una certeza sólida.
Es un Monstruo.
Una acumulación de impresiones aberrantes, una cacofonía de llantos y quejidos murmurados, toda la mermelada caliente con pelos en mi piel, bilis en el paladar que llegaba como agujas a los orificios de mi nariz. Podía sentir como su presencia drenaba de mí todo recuerdo del Sol, del pasto bajo mis pies (aún me cuesta tararear aquel Jazz); era inconmensurable y todo lo demás, máscaras.
No le tenía asco, un Dios siente asco por nosotros.

Cuando aún tenía trabajo llegaba de él infinitamente agobiado y buscaba las sábanas corriendo y prácticamente sin comer. Lograba dormirme unos minutos antes del primer sobresalto, que marcaría el fin de la “etapa” más tranquila, ya no pensaba en horas. Lo que seguía a continuación se representaba de la misma manera: mantenía un monólogo con mi acechador para el cual fingía sacar fuerzas de donde no las tenía para intimidar, muriéndome de miedo. En algún punto mi voz se resquebrajaba y mi retórica comenzaba a desvariar; entonces tramaba silenciosamente en círculos, sumido en una mueca. Muchas veces el miedo me impedía siquiera confabular contra él, otras una ola de coraje malevo me invadía y me creía capaz de degollarlo con mis propias uñas.
Así, inmerso en la pareja pulseada que mi pusilánime deliberación y mi instintiva bravura mantenían por el control de mi mente y mi cuerpo, pasaba mis noches sin vencerlo. Ni morir.

Fue en medio de aquellas pulseadas que se inclinó mi decisión.
El terror no me invadía, era yo el sentimiento extraño: mis pensamientos eran huéspedes en un cuerpo que latía miedo. Entonces, me recorrió de pies a cabeza el clamor de los ejércitos antiguos gritando desde lo más profundo de su instinto animal, liberándose de las cadenas de la moral: sus miles de drásticas decisiones tomadas en un instante. Todo licuado en sudor frío, la más estúpida de las reacciones ante el peligro. Un vacío nacía de mi vientre llenándome las ideas de vértigo, ya ciego de posibles tragedias y aturdiendo mi mente con silenciosos aullidos de batalla, me lance a buscarla.
La llovizna hacia relucir los adoquines bajo la luz del único farol de la cuadra; negros, desparejos y mojados invitaban. Tan de los amantes furtivos y los borrachos, esa noche la calle era mi Bastilla. Mi sesos, soldados que la tomaron esparcidos pero victoriosos.

Ahora todo es como si ayer.





materializado en papel blanco y letras negras en pipí cucú nro 01


1 comentario:

Gabriel dijo...

Uy, yo no tenía un monstruo debajo de mi cama, pero si que tenía un alien que sentía que abría el ropero y venía a abducirme, jaja

Un abrazo! Nos vemos el viernes!