sábado, 16 de junio de 2007

Regar el paisaje desde abajo

En cierto lugar al norte de la provincia de Córdoba, hay un pueblo entre las sierras que está alfombrado de pasto verde profundo. Cuando llueve mucho de noche y escampa de golpe sobre la madrugada, en los meses de enero o febrero, ese valle alfombrado amanece humeando; desprendiéndose de la humedad que bajó por la noche en gotas.
La hierba se puso a humear una mañana en la que Marco estaba echado sobre ella dibujando. Amaneció trazando sobre unas hojas de papel gris curvas naranjas que le dispersaban las ideas. Estaba de cuerpo recogido, tenso, como siempre que se encontraba en presencia de Sí Mismo. Solo se relajaba el lápiz que bailaba naranja sorprendiéndolo sobre ese papel gris, el color del cielo en tormenta.
Formas surgían de él pero fuera suyo. Venían desde muy lejos, del interior, y le contaban cosas que no siempre sabía leer.
Si la hormiga que pasaba distraidamente caminando por su nariz se dentenía a mirarlo a los ojos, podría ver proyectada en sus pupilas una película algo abstracta de colores intensos; eran las escenas de la noche anterior, que sin que él lo quisiera volvian a mostrársele una y otra y otra vez. Esa noche había estado muy cerca mucho tiempo de esa mujer que le sacudía los ojos.
Nunca había sido bueno para callar su mente, si por lo menos podría ignorarla, pero tampoco. Aquella noche ese vertigo interno se acentuaba si se le ocurría siquiera mirarla a los ojos, los comentarios no habían logrado escalar por su garganta y como si sus pupilas estuvieran hechas de plomo su mirada quedó en el piso.(La proyección se hacía mas confusa y avanzaba a mucha velocidad, mostrando mas de una escena por vez) Algo dentro de él había llorado a gritos rabia y desesperanza, se había sentido inundado de esa frustración que recibía por ser otra vez él, por ser como un inválido, o peor, por no haber usado su cuerpo cuando podía usarlo. (¿En que consistía vivir?) Y esa frustración le llegaba, y generaba esa rabia y esa desesperanza que lo alcanzaban ahora en su lecho humeante. Generalmente todo concluía cuando ella se iba de la escena, llevaándose lejos toda su persona, incluidos sus ojos y su boca, su piel que otro acariciaría mientras la besaba y ella lo miraría, a ese que no era él, con ojos dulces. Con los ojos más dulces.
Una especie de espasmo, grito del cuerpo, le recorría el cuello y le obligaba a girar violentamente la cabeza apoyando la oreja contra el pasto.
Ya sin darse cuenta de que lo tenía en la mano soltó el lápiz y dejó el papel gris a un costado, con sus curvas naranjas mirando el cielo. Extendió su cuerpo cómodo, o más cómodo que antes y comenzó a pensarse en espejo. Recostado sobre la hierba que lo envolvía en un pasillo de humo tenue, que conducía al cielo que se nublaba, podía sentir a su doble; un Marco paralelo recostado sobre él mirándolo hacia abajo. Había cerrado los ojos para ver mejor, muy a su pesar, esa imagen que se repetía echándole en cara toda su idiotez.
Una lágrima de rabia caliente salada líquida que parió su ojo derecho cerrado, se lanzó a conquistarle la mejilla. Marco podia presentir, ya aburrido, el camino de la gota, de esas gotas saladas que lo tenian harto. Sentía el contacto filoso de la primera rodeando el pómulo, atravesando el cachete, ya estaba por tocar la comisura de sus labios inútiles. Pero no lo hizo. Tampoco se detuvo, optó por un camino más natural, más coherente se desprendió mililitro a mililitro de su rostro para elevarse sobre su nariz, flotando en el aire. Podía sentirla esférica y líquida, azul profunda flotando inmóvil. Y girando. Abandonando ahora a esa inmovilidad, para subir sin apuro hacia su destino originario. No prefijado, instintivo.
Así como con esa memoria nacieron dos más, diez, cientos de miles de lágrimas de ambos ojos. Cada una con su filo abría un nuevo surco en la cara de Marco que lo liberaba de muecas tiesas, de ideas forzadas y le rompían esa cascara como de huevo que le cubría la piel a fuerza de pensar mucho todo. Luego una a una imitaban una versión libre de la precursora, y se elevaban ingrávidamente a centímetros del pasto. Atravesando como balas lentas pero poderosas el cuerpo de su doble que ya no estaba allí. Ya no pensaba en sí mismo.
La bruma que emergía de su entorno verde vivo pasaba a través de su cuerpo, liberando su alrededor de humedad pesada y cejijunta. Se sentía un pasto más, estirado, acompasado, único entre todos porque su emisión no era de vapor sino de agua, salada.
Contrastadas con la espesura de la lluvia que la hierba ahora desprendía en forma de bruma, sus lágrimas se enarbolaban al firmamento para ser como raíces al revés ramificándose contra el cielo ahora gris. Y a través del sol naciente trazaban su camino con un brillo anaranjado, sin prisa, sin pausa para reposar junto con los ríos, en nubes que viajarían para llover.

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